Todos luchamos por comprender las complejidades de nuestro Universo,
igual que todos aquellos que vinieron antes que nosotros.
Abrir los ojos ante esta esencia de la condición humana puede
convertirnos en cínicos y llevarnos a rechazar todo conocimiento. Sin
embargo, al hacerlo estaremos cayendo en otro sesgo, otro relato en el
que apoyarnos para lidiar con el caos. Además, ser cínico sale barato,
ya que es muy sencillo limitarse a cuestionarlo o a negarlo todo, pero
el cinismo no nos lleva a ningún sitio, ni a nosotros mismos ni a la
sociedad en general.
El escepticismo va más allá que el cinismo. Aunque compartan el
cuestionamiento como punto de partida, este no es más que el principio,
no el fin.
No existe ningún conocimiento definitivo o final (no hay
ninguna Verdad en mayúscula), pero sí podemos cribar y quedarnos con el
conocimiento sobre el mundo que es lo suficientemente fiable como para
concederle la categoría de provisionalmente cierto y avanzar sobre esa
base.
Por ejemplo, podemos enviar sondas a Plutón y recibir imágenes
hermosísimas de un lugar que, hasta ahora, había sido todo un misterio
para nosotros. Si nuestro conocimiento sobre el Universo no se
fundamentara en datos al menos mínimamente ciertos, nuestros esfuerzos
por ver Plutón no se habrían visto recompensados con maravillosas
imágenes de aquel mundo tan gélido y lejano.
Así, aunque no podamos
confiar en las historias que nos llegan, en la tradición, en la fe, en
los relatos convenientes o tranquilizadores, en personajes carismáticos o
incluso en nuestros propios recuerdos, poco a poco podemos construir un
proceso que nos permita evaluar cualquier argumento que afirme estar en
posesión de la verdad y del conocimiento.
En gran medida, este proceso está gobernado por la Ciencia, la cual
tiene por objeto poner a prueba, de forma sistemática, nuestras ideas
frente a la realidad mediante el uso de datos lo más objetivos posible.
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