Las mañanas se le iban en un trabajo anodino y vulgar: durante treinta años fue empleado de una caja de ahorros. Las tardes eran para el periodismo. Por las noches trataba de sacar la cabeza a flote cerca de alguna barra. De vez en cuando soltaba una cabezada, así fuese dentro del coche, para no dar que hablar. .
Entre noche y noche, inventó el Savoy, un bar a su medida —genialidad táctica— que deparó más de dos mil crónicas. Pocas ficciones literarias le resisten el pulso en nuestra prensa. Son célebres sus entrevistas imaginarias con Scott Fitzgerald, Bogart o Jesucristo. Hitler le negó que aspirase a imperar sobre Europa. “Lo cierto es que mi auténtico sueño era ser profesor de gimnasia del III Reich”.
Una escalera que baja, un guardarropa, una barra llena de náufragos, una pista de baile, un piano de cola y una puerta de atrás que daba a un callejón: eso era el Savoy. Tal vez el escenario de sus mejores columnas, no necesitadas tanto de la actualidad como de un desengaño amoroso de toda la vida o un error garrafal. Algún día le preguntaron por qué no escribía una novela, como si solo consistiese en empezar una columna y detenerse un poco más lejos. La idea misma le aburría. Además, sus columnas estaban cargadas muchas veces con todo lo que una novela puede necesitar.
Nieto e hijo de periodistas, poseyó una de las voces más particulares del columnismo español. El toc-toc-toc que levantaba su estilo se distinguía a leguas, casi sin leerlo. Te ganaba su actitud, ese modo de declarar, ambiciosamente, que siempre quiso ser “un tipo sin aspiraciones”, y con el tiempo, y sin demasiada suerte, “labrarse un pasado”. Su flirteo con la tristeza te hacía reír por dentro, muy serio. Cuando las cosas se pusieron feas de verdad, tristísimas, y apareció el cáncer, siguió pensando que en la vida le salieron bien “unas cuantas cosas que hice mal”. El sábado pasado, enterrado en el cementerio de Boisaca, se quedó muy cerca de Valle-Inclán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario